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Apuntes de La mancha - De cómo ignoramos las raíces de la historia que nos contamos

miércoles, abril 23, 2025


Prestar libros siempre es polémico, y cuando llegó a mis manos La mancha, de Enrique Aparicio, además del cuidado que debía ponerle a unas páginas que no eran mías, me dijeron: «espero lo disfrutes tanto como yo, porque es de mis favoritos». Qué presión.

Ahora, además de proteger el objeto físico, tenía que poner la misma atención y cuidado a la lectura, ¿o cómo sino se lee un libro que alguien amó y te comparte con él un trocito de sí? Así que poco a poco, deteniéndome en los fragmentos que me llamaban la atención, comentando impresiones, y teniendo mis propias crisis existenciales, me sumergí una lectura que, más que disfrutar, me enriqueció.

(Ojalá convertir esta manera de experimentar la literatura en la norma. )


Españita core: las lecturas nacionales que abrazan su propia tierra, costumbres, tradiciones y esencia

Reflejar el acento, plasmar el argot, usar las recetas, las labores o las rutinas como herramientas para construir la cotidianidad de un pueblo que no dudarías de su existencia. No hace falta decir cuántas calles tiene, el número de plazas que se cruzan hasta la tienda más cercana, o a qué altura está el bar al que todos van el sábado noche, pues con el contexto que el libro da y las distancias a las ciudades grandes más cercanas, es suficiente para insuflarle vida.

Como si, más que el tamaño o el material, importara su capacidad para atravesar la membrana invisible que protege la capital de quienes han nacido en un sitio más pequeño y, por lo tanto, menos importante. Como si cada vez que lo repetía se me quitara un poco el olor a campo. Estoy buscando trabajo por internet, me repito, no es que no esté haciendo nada. Las metas que uno se dibuja a sí mismo son difusas, casi transparentes. El colegio, el instituto, la universidad, el máster, las prácticas, todos esos horizontes eran tangibles, nítidos, alguien los había colocado allí para mí. ¿Ahora qué?

En la novela se unen distintos frentes, y aunque no del todo unificados, revelan una historia multidimensional: la culpa del desempleo, la desazón de no ser suficiente para ningún trabajo, el volver de donde has huido, la experiencia queer, la autoestima herida, la soberbia adolescente, los lazos familiares, lo que somos y lo que queremos ser, las historias y el dolor que condicionan una familia... Todo encaja, más hay piezas cuyas aristas están más afiladas que el resto, revelando al final el montaje de una imagen en la que quedan huecos y espacios sin rellenar.

Como cualquier hija de la tierra que no le queda otra que servir a los hijos de las perras.

Quizá por el sobre análisis, quizá por propia preferencia, o quizá es una opinión que nace de años y años de lectura, pero si hay algo que me falla es un caos latente, especialmente al inicio. Es como que ni el estilo ni el hilo están definidos del todo y solo toman forma más adelante, cuando podría haberse tejido desde el principio con sutileza. Asimismo, llegar a una revelación personal que de repente libere los años de nudos existenciales, aunque bellamente reflejado, se me torna abrupto y pendiendo de ese hilo que no acaba de atarse a otras partes de la novela. Ese mismo caos lo encuentro en la división de los párrafos, especialmente al inicio donde el exceso de metáfora sobre metáfora, o comparaciones entre adjetivos y descripciones que se revuelven sobre sí mismas me abrumaron (pero jamás dejaría de leer un libro que me hace cuestionarme la existencia, por más que me cansen sus adjetivos).

Ese mismo caos a veces se mostraba en una amalgama de pensamientos y actos desordenados, y en otros se convertía en un impecable momento de la historia como el sublime fragmento que intercalaba un momento de ansiedad y las golondrinas, una escena impecable que releí varias veces.

El torrente de emociones amaina, y leo el mensaje conjurado en los sedimentos del cauce ahora despejado que deja: esta rabia que llevas de caparazón ya no te sirve, arrójala al campo y que la deshaga la intemperie.


Encontrarte a ti y a tus circunstancias

Cuando una novela está bien hecha, se ha puesto corazón, y se hace humanos a sus personajes, se nota porque encuentras en las distintas caras de sus prismas un reflejo propio, de tus amistades, de la familia, de conocidos. La búsqueda de trabajo y la desazón que trae, el sentir que constantemente defraudas a quienes te rodean aunque nunca te lo digan, el aislamiento que resulta ser una jaula forjada por la propia mano temblorosa o la superioridad y soberbia adolescente que nace de una frágil autoestima y florece en un “soy mejor, ni siquiera me interesáis”, el romper los moldes o cuestionar lo que es el género propio si se rompe la gramática.

Y no puedo no mencionar el contraste que experimenté en la experiencia chica cis - chico gay, cuando a las primeras nos enseñan que los desconocidos son enemigos potenciales y los segundos no dudan en conocerse tras unos pocos mensajes. Las dos realidades tan ciertas y tan opuestas entre sí.

Estarían guapísimas si el minúsculo espacio de sus rostros no tuviera la proporción áurea del dolor detenido ante un objetivo fotográfico.

En el aislamiento de Valentín, el que se autoinflinge, me vi, porque en su momento yo tampoco me di permiso para existir más allá de los confines de mi hogar. Y aún así, la soberbia, nacida seguramente de una autoestima debilitada y con unas ínfulas engrandecidas por la certeza de que él saldrá del pueblo y el resto se quedará en unas vidas básicas y sin consistencia fue otra de las dimensiones tan bien plasmadas en la novela. Vuelve a Baratrillo y descubre que, tras caras y nombres que no se permitió conocer del todo, hay vidas, hay pasado y futuro, hay problemas y dudas, y también hay una felicidad que para él parece inalcanzable. 

La evolución de Valentín no pasa solo en su relación con Baratrillo o con Ana, sino también con su visión personal hacia sus padres. Y es que pasa de una frustración de sentirse paralizado por las limitaciones económicas y de carrera de su madre y su madre, a sentirse culpable por reconocer todos los sacrificios que siempre han hecho por él.

Observo desde siempre y sigo presenciando cómo se enjuicia en cada casa la vida de los demás, cómo la distancia milimétrica que nos separa de las otras personas en un sitio pequeño deforma el tamaño de las cosas que hacemos, que, aunque son pequeñas y banales, se convierten en enormes y definitivas cuando pasan de boca en boca, de comedor en comedor, de visillo en visillo, y para cuando regresan a quienes las ejecutó son tan grandes y tan pesadas que pueden aplastarte. Todos los días las mismas miradas de los mismos ojos de las mismas personas en los mismos sitios.

La clásica paranoia adolescente de: "todos me odian y me hablan por pena.. ¡pero yo los odio más!" sostenida por perder el cambio de registro de tus congéneres. Algo cambia, hay una experiencia y un idioma mudo que se integra en el grupo y, si no has sido parte, te pierdes ese cambio. Valentín lo refleja cuando habla de que perdió la conexión con sus compañeros porque la moneda de cambio ahora eran cubatas y líos, y él no tenía ni lo uno ni lo otro. Pero, ¿fue realmente así?, o fue un desánimo y un pánico creciente que le hicieron invisibilizarse a los demás y, al mismo tiempo, cerrar los ojos a los demás. 

Sentirte que no eres como el resto puede lanzarte al vacío, por manos ajenas o propias. La prima Ana se lo desvela en esa tarde de verano en el que, por fin, cierran la distancia entre ambos con unas cervezas y una plática que llevaba años postergándose: «yo no soy el pueblo.»

Y pienso y pienso y pienso

miércoles, marzo 26, 2025

Una libreta abierta con una hoja pintada de verdes y otra de azules. Al lado, las pinturas y delante la paleta junto a los pinceles.

Un monólogo a dos, cuatro, ocho, cien voces que no sabe de silencios. Una mente como tren desbocado. Un runrún de hice no hice dije no dije debo no debo hago no hago. Y lo que podría pasar, las mil ramificaciones de un acto y sus cientos de ramificaciones.

Llega la tarde y estoy agotada, normal.

Algo que no me esperaba es que los cambios conscientes, especialmente si implican una reestructuración del pensamiento automático y crear caminos nuevos por donde la voz interna aprenda a navegar, es tremendamente agotador. Terrible. Una lucha constante contra el peor enemigo: yo misma.

Pienso y pienso y pienso pero creo que, esta vez, es de la manera correcta (la que no acabará en mi autodestrucción).

Las otras vidas — los otros lugares

sábado, marzo 15, 2025

Las flores rosadas que florecen en una suculenta.

Nunca me he visto en el futuro. En otras vidas, claro; otra linea temporal, siempre; un universo alternativo, a menudo. Pero, ¿en el mañana? Esa es la ventana más al alcance y a la que menos me asomo, quizá por miedo, por indiferencia, o por incapacidad de gestionar la incógnita (o las doscientas posibilidades que podrían ser).

Las líneas que trazan mi cotidianidad — los caminos, las rutas, lo rutinario — de repente son más rígidas que nunca, trazando un cerco que antes creía la absoluta comodidad y, al asomarme a esa ventana del mañana, descubro como soledad.

Yo, que siempre he ido detrás de alguien, siguiendo un camino ya trazado, de repente descubro las rutas que puedo tomar por mi cuenta. Un paso, luego otro, y así podría habitar donde realmente quiero, no donde se espera que esté.

¿Qué hago aquí? Me pregunto de repente, y descubro tras el velo de la rutina que todas las señales me dicen: aquí no te queda nada, y todo a lo que buscas aferrarte está allá.

¿Y si me voy?

Aceptación radical

viernes, febrero 21, 2025


Todo empezó en lo que llamo afablemente mi "periódico de confianza" y un video que hablaba sobre hacer las cosas a pesar de que no gusten, duelan o sean difíciles. Y aunque 5-10 segundos sean reduccionistas del tema, en los comentarios encontré más ejemplos sobre el tema que se intuía en el video: la aceptación radical (radical acceptance).

No se trata de empujar el cuerpo hacia el sufrimiento, sino que, a pesar de ello, hacer lo que queremos. Es decir, si yo me limito porque hay algo que me va a costar, independientemente de mi límite, debo hacerlo. Si va a doler, si me va a costar, si igualmente tengo que pasar por esto, entonces seguiré haciendo lo que quiero, esa es la premisa. El video resumía: si la depresión me hace sufrir, pues saldré igualmente, aunque duela (porque lo pasaré mal en la cama y fuera de ella, así que mejor hacer lo que me plazca).

Mi primer cambio aplicado siguiendo esta idea fue cuando, tras meses, podía ver a unos amigos si me animaba a hacer plan en domingo, algo que siempre he detestado con toda mi alma. Para mí, es un día de mucho bloqueo, de preparación a la semana, o simplemente de esa tristeza intrínseca (y a veces no tanto) que nace con la perspectiva de volver a la rutina. Y pensé: si el lunes va a llegar igualmente, ¿qué más da si hago planes este día? Así que el domingo fui a comer, a pasear, a tomar un buen café, y luego al cine a ver Nosferatu. 

Como persona de muchos bloqueos y frenos, la mayoría autoimpuestos, la aceptación radical se me antoja un antídoto, un bálsamo que suavice las aristas de la existencia. Soy cauta: a veces el parón debe hacerse por salud, pero cuando no es así, esta nueva filosofía que estoy adoptando me ayuda a desprenderme de mis propias limitaciones. 

Como dijo Saru en Star Trek Discovery (T4):  "He descubierto que los límites que me impongo no me protegen realmente, sino que en realidad apagaban el brillo de mis días" ("I have come to believe the limits that I place upon myself do not protect me so much as dull the brightness of my days.") 

Sólo es eso

lunes, enero 13, 2025

Los gatos duermen, hacen lo que me gusta llamar un nido de calor. Sobre mantas o junto al radiador, se esconden del frío que atraviesa paredes y ventanas y duermen, se estiran, aprovechan incluso el sol. Admiro la paz intrínseca de los animales.

Mientras descansan, parece que mi vida peligra, pero solo es un mail, una reunión, una entrega, una llamada, una cita médica, un extraño en casa que tiene que arreglar algo, un “no” que temo pronunciar, un problema que aún no resuelvo, un recado, un futuro incierto que seguramente no llegue.

Sólo es eso.

Pero mi cuerpo advierte, se contrae, corta el aire, retuerce las entrañas, irrita la piel y hunde cualquier intención. Una guerra propia que no abandona las fronteras de la piel, se queda ahí a causar estragos donde debería dedicarse a la devoción.

El cuerpo pide reposo, horizontalidad y mantas, desperdiciar el tiempo entre golosinas y pantallas. Demanda un confort inmediato que esconde una huída. Pero esta vez no le escucho, dejo que sus quejas y demandas se derritan con la mantequilla sobre el pan de centeno que meriendo. Destiendo las sábanas secas (y heladas), hago la cama, guardo el guiso hecho en la mañana en la nevera. Hago y hago y hago, todo lo contrario a lo que me exige el cuerpo y la mente.

Entonces salgo a la tarde oscura del invierno, al frío en la piel, al aire cortante que baja de la montaña. Estoy leyendo «Elogio del caminar» de Shane O’Mara así que pienso a menudo en este acto, esta manera de curarme. Traslado y sanación.

Cada pisada es un gramo de estrés que dejo en la calle.