Prestar libros siempre es polémico, y cuando llegó a mis manos La mancha, de Enrique Aparicio, además del cuidado que debía ponerle a unas páginas que no eran mías, me dijeron: «espero lo disfrutes tanto como yo, porque es de mis favoritos». Qué presión.
Ahora, además de proteger el objeto físico, tenía que poner la misma atención y cuidado a la lectura, ¿o cómo sino se lee un libro que alguien amó y te comparte con él un trocito de sí? Así que poco a poco, deteniéndome en los fragmentos que me llamaban la atención, comentando impresiones, y teniendo mis propias crisis existenciales, me sumergí una lectura que, más que disfrutar, me enriqueció.
(Ojalá convertir esta manera de experimentar la literatura en la norma. )
Españita core: las lecturas nacionales que abrazan su propia tierra, costumbres, tradiciones y esencia
Reflejar el acento, plasmar el argot, usar las recetas, las labores o las rutinas como herramientas para construir la cotidianidad de un pueblo que no dudarías de su existencia. No hace falta decir cuántas calles tiene, el número de plazas que se cruzan hasta la tienda más cercana, o a qué altura está el bar al que todos van el sábado noche, pues con el contexto que el libro da y las distancias a las ciudades grandes más cercanas, es suficiente para insuflarle vida.
Como si, más que el tamaño o el material, importara su capacidad para atravesar la membrana invisible que protege la capital de quienes han nacido en un sitio más pequeño y, por lo tanto, menos importante. Como si cada vez que lo repetía se me quitara un poco el olor a campo. Estoy buscando trabajo por internet, me repito, no es que no esté haciendo nada. Las metas que uno se dibuja a sí mismo son difusas, casi transparentes. El colegio, el instituto, la universidad, el máster, las prácticas, todos esos horizontes eran tangibles, nítidos, alguien los había colocado allí para mí. ¿Ahora qué?
En la novela se unen distintos frentes, y aunque no del todo unificados, revelan una historia multidimensional: la culpa del desempleo, la desazón de no ser suficiente para ningún trabajo, el volver de donde has huido, la experiencia queer, la autoestima herida, la soberbia adolescente, los lazos familiares, lo que somos y lo que queremos ser, las historias y el dolor que condicionan una familia... Todo encaja, más hay piezas cuyas aristas están más afiladas que el resto, revelando al final el montaje de una imagen en la que quedan huecos y espacios sin rellenar.
Como cualquier hija de la tierra que no le queda otra que servir a los hijos de las perras.
Quizá por el sobre análisis, quizá por propia preferencia, o quizá es una opinión que nace de años y años de lectura, pero si hay algo que me falla es un caos latente, especialmente al inicio. Es como que ni el estilo ni el hilo están definidos del todo y solo toman forma más adelante, cuando podría haberse tejido desde el principio con sutileza. Asimismo, llegar a una revelación personal que de repente libere los años de nudos existenciales, aunque bellamente reflejado, se me torna abrupto y pendiendo de ese hilo que no acaba de atarse a otras partes de la novela. Ese mismo caos lo encuentro en la división de los párrafos, especialmente al inicio donde el exceso de metáfora sobre metáfora, o comparaciones entre adjetivos y descripciones que se revuelven sobre sí mismas me abrumaron (pero jamás dejaría de leer un libro que me hace cuestionarme la existencia, por más que me cansen sus adjetivos).
Ese mismo caos a veces se mostraba en una amalgama de pensamientos y actos desordenados, y en otros se convertía en un impecable momento de la historia como el sublime fragmento que intercalaba un momento de ansiedad y las golondrinas, una escena impecable que releí varias veces.
El torrente de emociones amaina, y leo el mensaje conjurado en los sedimentos del cauce ahora despejado que deja: esta rabia que llevas de caparazón ya no te sirve, arrójala al campo y que la deshaga la intemperie.
Encontrarte a ti y a tus circunstancias
Cuando una novela está bien hecha, se ha puesto corazón, y se hace humanos a sus personajes, se nota porque encuentras en las distintas caras de sus prismas un reflejo propio, de tus amistades, de la familia, de conocidos. La búsqueda de trabajo y la desazón que trae, el sentir que constantemente defraudas a quienes te rodean aunque nunca te lo digan, el aislamiento que resulta ser una jaula forjada por la propia mano temblorosa o la superioridad y soberbia adolescente que nace de una frágil autoestima y florece en un “soy mejor, ni siquiera me interesáis”, el romper los moldes o cuestionar lo que es el género propio si se rompe la gramática.
Y no puedo no mencionar el contraste que experimenté en la experiencia chica cis - chico gay, cuando a las primeras nos enseñan que los desconocidos son enemigos potenciales y los segundos no dudan en conocerse tras unos pocos mensajes. Las dos realidades tan ciertas y tan opuestas entre sí.
Estarían guapísimas si el minúsculo espacio de sus rostros no tuviera la proporción áurea del dolor detenido ante un objetivo fotográfico.
En el aislamiento de Valentín, el que se autoinflinge, me vi, porque en su momento yo tampoco me di permiso para existir más allá de los confines de mi hogar. Y aún así, la soberbia, nacida seguramente de una autoestima debilitada y con unas ínfulas engrandecidas por la certeza de que él saldrá del pueblo y el resto se quedará en unas vidas básicas y sin consistencia fue otra de las dimensiones tan bien plasmadas en la novela. Vuelve a Baratrillo y descubre que, tras caras y nombres que no se permitió conocer del todo, hay vidas, hay pasado y futuro, hay problemas y dudas, y también hay una felicidad que para él parece inalcanzable.
La evolución de Valentín no pasa solo en su relación con Baratrillo o con Ana, sino también con su visión personal hacia sus padres. Y es que pasa de una frustración de sentirse paralizado por las limitaciones económicas y de carrera de su madre y su madre, a sentirse culpable por reconocer todos los sacrificios que siempre han hecho por él.
Observo desde siempre y sigo presenciando cómo se enjuicia en cada casa la vida de los demás, cómo la distancia milimétrica que nos separa de las otras personas en un sitio pequeño deforma el tamaño de las cosas que hacemos, que, aunque son pequeñas y banales, se convierten en enormes y definitivas cuando pasan de boca en boca, de comedor en comedor, de visillo en visillo, y para cuando regresan a quienes las ejecutó son tan grandes y tan pesadas que pueden aplastarte. Todos los días las mismas miradas de los mismos ojos de las mismas personas en los mismos sitios.
La clásica paranoia adolescente de: "todos me odian y me hablan por pena.. ¡pero yo los odio más!" sostenida por perder el cambio de registro de tus congéneres. Algo cambia, hay una experiencia y un idioma mudo que se integra en el grupo y, si no has sido parte, te pierdes ese cambio. Valentín lo refleja cuando habla de que perdió la conexión con sus compañeros porque la moneda de cambio ahora eran cubatas y líos, y él no tenía ni lo uno ni lo otro. Pero, ¿fue realmente así?, o fue un desánimo y un pánico creciente que le hicieron invisibilizarse a los demás y, al mismo tiempo, cerrar los ojos a los demás.
Sentirte que no eres como el resto puede lanzarte al vacío, por manos ajenas o propias. La prima Ana se lo desvela en esa tarde de verano en el que, por fin, cierran la distancia entre ambos con unas cervezas y una plática que llevaba años postergándose: «yo no soy el pueblo.»
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