
Los gatos duermen, hacen lo que me gusta llamar un nido de calor. Sobre mantas o junto al radiador, se esconden del frío que atraviesa paredes y ventanas y duermen, se estiran, aprovechan incluso el sol. Admiro la paz intrínseca de los animales.
Mientras descansan, parece que mi vida peligra, pero solo es un mail, una reunión, una entrega, una llamada, una cita médica, un extraño en casa que tiene que arreglar algo, un “no” que temo pronunciar, un problema que aún no resuelvo, un recado, un futuro incierto que seguramente no llegue.
Sólo es eso.
Pero mi cuerpo advierte, se contrae, corta el aire, retuerce las entrañas, irrita la piel y hunde cualquier intención. Una guerra propia que no abandona las fronteras de la piel, se queda ahí a causar estragos donde debería dedicarse a la devoción.
El cuerpo pide reposo, horizontalidad y mantas, desperdiciar el tiempo entre golosinas y pantallas. Demanda un confort inmediato que esconde una huída. Pero esta vez no le escucho, dejo que sus quejas y demandas se derritan con la mantequilla sobre el pan de centeno que meriendo. Destiendo las sábanas secas (y heladas), hago la cama, guardo el guiso hecho en la mañana en la nevera. Hago y hago y hago, todo lo contrario a lo que me exige el cuerpo y la mente.
Entonces salgo a la tarde oscura del invierno, al frío en la piel, al aire cortante que baja de la montaña. Estoy leyendo «Elogio del caminar» de Shane O’Mara así que pienso a menudo en este acto, esta manera de curarme. Traslado y sanación.
Cada pisada es un gramo de estrés que dejo en la calle.
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