Hay un momento en que te dicen: ya está. Y aunque no veo respiración quiero gritarle (contra todo decoro, toda lógica): ¿cómo que ya está? No. No. No puede ser.
No sé si me dijo «ya no está», pero yo pensé: no, cómo que no está. Sí que está. Está aquí, está caliente, está suave. Aquí la tienes.
Siempre ha estado.
I
El duelo nuevo siempre viene con los anteriores de coletilla. La desdicha arrastra la tristeza anterior: en esta habitación tomé la misma decisión hace 5 años, firmé la misma autorización.
Era lo que quedaba de mi suegra.
La presencia eternamente presente en esta casa desde la juventud.
Era el nexo con lo que 2018 y 2019 arrebató.
II
Lo peor es lo que viene después: deshacerte de las rutinas, las evidencias de existir. Barres los pelitos que quedaron, quitas la manta del banco donde tomaba el sol, retiras un plato y lo pones a lavar antes que los otros.
En la noche ahora quién me recordará a mí que ya no hay que dar una pastilla envuelta en pavo.
III
Hay mantas que deberían lavarse pero siguen en su sitio. Tienen la marca de la siesta, el pequeño agujero de tela aplastada. Tampoco se lava porque tiene pelitos, los miro, los froto entre los dedos porque es lo que queda de acariciar a quien ya no está. Acerco la nariz y huelo. Es curioso como empleamos todos los sentidos para recuperar lo que hemos perdido.
IV
El banquito detrás de la silla me estorba, pero si lo quito entonces ya no quedará la escalera improvisada a la ventana para las patitas con artritis que buscaban el calor del sol.
No me siento en la butaca porque ahí está su manta con su hueco, su ausencia tangible. Si la quito ya no tendrá su camita improvisada que usaba mientras yo trabajaba.
Si quito lo que estorba, la quito a ella también.
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