Dulzura que nace en las manos, pasa a la masa y muere en la boca, una caricia transportada por la harina y el aceite. Samia lleva la ternura: en su vientre, en sus palabras, en la honradez, en su manejo de la harina. Abla es rígida, tiene capas de piedra a su alrededor y erige en soledad un refugio al cual no deja entrar a nadie, ni siquiera a la música que antaño la conmoviera. La esencia líquida de Samia erosiona la roca de Abla de manera natural, gota a gota, sin un chaparrón.
De su relación nace cariño, pero también fuerza, aquella que
se necesita para seguir luchando en un mundo que maltrata. Una madre
experimentada y una que no desea llegar a ello unidas por el trabajo y la
comida. De sus manos entrelazadas surge una masa esponjosa, aderezada con
azúcar, miel, sal, o aceite. Samia recupera las recetas de su abuela, esa
herencia que ocurre en las cocinas de todo el mundo donde se entiende el
alimento como un proceso además de un fin. De ella pasa a Abla quien quizá
pensaba que no le quedaba nada por aprender, nada más allá de su rutina ante el
horno y Warda.
Qué fácil es quedarnos estáticas tras un duro golpe, como si
así el dolor pudiera mitigarse, desaparecer para nunca volver. La protección de
una muralla que resguarda el interior pero también lo aísla; si no dejas salir,
tampoco nada puede entrar y sanar las heridas que tanto se protegen. Samia
rompe ese cascarón, más frágil de lo que aparentaba, y remueve a Abla en su
dolor, pero también en esa alegría que tenía enterrada.
Somos también quienes nos rodean, en su influencia crecemos
o nos retraemos, decidimos o negamos. Los caminos no son unilaterales y se
comparten con desvíos que arrastran a trazados ajenos. Somos nosotros, pero
también somos quienes están a nuestro lado.
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