I
Silencio digital: bloquear notificaciones, archivar grupos,
olvidar la creación de contenido. Limitarse a existir, en una franja de tiempo
determinada que siempre se antoja como lienzo en blanco.
Las paredes de cada día están limpias de grietas.
II
Un espacio que ocupar aquí, y allá, en cada casa que no es mía
pero siento casi propia, donde abro cajones sin pedir permiso porque lo que es
insultante es no tener confianza. Pasar de un rincón a otro y mimetizarse con
el entorno.
Hogar también es no pertenecer pero poder volver siempre que
se quiera.
III
La cafetería de siempre está llena, pruebo dos más y la de
la esquina es la que se convierte en la habitual para el desayuno de esos días.
Bebo café frío, como tostadas o crepes. Me como a cucharadas la nata montada
con virutas de chocolate. Un día pruebo un alfajor. Hay silencio en el interior
y la frescura del aire acondicionado, un entorno ideal para ponerse al día,
resumir un año de vida en mañanas que parecen eternas.
IV
Siempre seré de mar, pero ya no le tengo ese apego. La
multitud me abruma; el exceso de cuerpos sobre la arena, en el agua. No quiero
luchar por mi espacio.
V
Se puede acostumbrar uno al frenesí citadino aunque venga de
la ciudad-pueblo, por unos días, nada más. Pruebo las comidas que no tengo
cerca de casa, las recetas de otros países que me inflaman el corazón con sus
especias, sus colores. Pero también vuelvo a la comida de la infancia, la que
se prepara por las manos que cuidan, que crían.
VI
Conocer —realmente conocer— al nuevo miembro de la familia: hablar con él, enseñarle mi nombre, diseñar juegos y gestos propios, reconocernos como parte de un mismo círculo.
Quien heredará las memorias.
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