En los créditos me quedé muda, dejando que las letras se deslizaran sobre el fondo negro mientras la guitarra acompañaba. Era un atardecer de agosto, el sol entraba oblicuo por la persiana a medio bajar y el aire cálido se antojaba menos asfixiante al moverse en corriente entre todas las ventanas abiertas. Heme ahí, en ese contexto, las rodillas hacia el pecho y los dedos entrecruzados sobre ellas, mirando en silencio como concluía una narrativa de casi treinta horas que me había llenado de tristeza y, sobre todo, mucha rabia. Ahora de ello no quedaba nada: era un vacío, un haber expulsado todo lo que me había carcomido esas horas para darle un desenlace en el cual lo sacaba todo. En realidad, miento: sí que seguía quedando ese sollozo atravesado, pero ahora era diminuto, lánguido, no se atrevía a salir del todo porque el ciclo se había cerrado y su propósito de desahogo se había perdido en medio del camino.
Leí en TodasGamers: «es una venganza cíclica». También sobre el
aferramiento al sufrimiento, cómo este atrapa y resulta una propulsión que
mueve el viaje. Y es que es así... yo, en particular, soy así. Me veo como Ellie y Abby que
cargan piedras sobre su espalda y las arrastran escenario tras escenario como
si así pudieran eliminar las pesadillas, darles un final, una especie de
propósito o de objetivo. A mí no me arrastra la venganza, pero si me empujan
otras cosas que me hacen tambalearme como ellas, dejando que eso sea mi
identidad, mi definición.
El no ver más allá de los actos de los demás, no empatizar y
no perdonar lleva a Abby a la tortura y asesinato de Joel. No ver más allá
lleva a Ellie y Tommy a seguirla hasta Seattle. No ver
más allá lleva a Abby a buscarla, encontrarla. No ver más allá lleva a Tommy a seguirle la pista y presentársela a
Ellie cuando tiene ocasión, y no ver más allá lleva a Ellie a empezar de nuevo el ciclo. Abby no quiere pelear, ni huir, está destrozada, Ellie no consigue dar el
último paso para culminar su objetivo. Les ha costado perderlo todo, llegar al
abismo de su existencia y estar tan rotas, tan agotadas de esa búsqueda
constante de la otra que se rinden, dan por fin un paso atrás y permiten que
sus vidas dejen de entrecruzarse.
Ese ciclo, ese aferramiento —como bien mencioné antes— es una vorágine que termina convirtiéndose en nuestro eje definitorio, y sobre el cual avanzamos torpemente mientras dejamos que nos arrastre su inercia. Nuestros actos se supeditan a ese hecho, y nuestras emociones confluyen una y otra vez en el mismo, extendiendo sus ramificaciones a cada aspecto de nuestra vida, convirtiéndonos en tóxicos, llenos de dolor. Todo acaba en una amalgama de complejidad que, al desenredarse, queda en hilos cuasi infinitos que llevan a ese punto, ese acantilado del cual nos despeñamos en su momento y del cual jamás supimos salir, únicamente convivir con las ondulaciones de nuestra caída que se extienden hasta que seamos lo suficientemente fuertes para detenerlas.
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