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El año que comienza es un lienzo en blanco. Es una metáfora absurda y sin fundamento, pero sensorialmente lo veo extendido como una sábana recién lavada, secada al sol, y puesta sobre la cama, estirada hasta que no quede ni rastro de sus arrugas. Paso la mano una y otra vez para intentar que el desgaste del año pasado quede solo en una sombra casi imperceptible. Rituales mentales de visualización para dar sentido a lo que carece de él.
Me acompaña la ficción de Marta Orriols en Dolça Introducció al Caos (2020) y el manual de Nuria Varela, Feminismo para Principiantes (2005). Viajo al cine clásico con Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), también, por fin, le doy tiempo a La Milla Verde (Frank Darabont, 1999). Me sorprendo con joyas a las que había casi relegado al olvido con El pan de la guerra (Nora Twomey, 2017) y Roma (Alfonso Cuarón, 2018), dos filmes preciosos en su imagen y en su historia que se van directos a mis favoritos, junto a la banda sonora de La Canción de los Nombres Olvidados (François Girard, 2019). Me atrevo con Hellblade (Ninja Theory, 2017) y me sorprendo, porque esperaba otra cosa, algo tradicional, no un agobio palpable, una experiencia sensorial y un viaje único que se quedará clavado por mucho tiempo.
La rutina cambia levemente, pero la esencia sigue siendo la misma: no salir, no abandonar el refugio, una espera densa que se cuela por la ventana y me hace mirar al horizonte con ese sopor interno. La pantalla es tríada: obligación, entretenimiento, conexión. Hay mucha calidad en la pausa, deslumbra.
Sueño mucho, de forma vívida, colorida, con historias de principio a fin que, si lo recuerdo, apunto ávidamente. Cuando vuelvo a madrugar y el despertar se torna abrupto la memoria no es tan fresca, y se escurren los argumentos entre los hilos de la consciencia. Una pequeña pérdida más además del descanso.
Empiezo el año tomando decisiones, una tras otra: liberadoras, simples, grandes, pequeñas. Una tras otras se me presentan y con el dedo apunto al camino. Tic, tic, tic. El tiempo pasa. Me concentro en el camino elegido, en la ruta que quiero seguir, no en todo lo no-hecho. Mirar atrás es un freno automatizado. Frenar el freno, la paradoja. Decidir también es dar un paso, y otro, y otro, hasta que has avanzado tres metros más, que parece poco pero sigue siendo más que la parálisis. Un poco siempre es más que la nada.
Hay días en los que me siento sin relevancia, transparente, con una presencia traslúcida, casi sin sombra. Hay veces me cuesta reclamar mi derecho a ocupar espacio, literal y metafórico. Mi obra soy yo, ahí está mi valor, porque la piel no es yo, solo lo que hay dentro pero que no son vísceras ni órganos: lo intangible, lo que no tiene presencia mas existe. Pero esto también pasará. Aunque hoy pese, mañana será levedad.
Me interesa contemplar distintas formas de
interpretar la propia existencia, pero por algún motivo siento que debería decidirme por
una manera de ser, de expresarme, de mostrarme, incluso de sentir. Sé que se puede ser uno mismo sin renunciar a ningún
matiz. Lo sé, pero no lo asimilo. Me genera mucho conflicto porque siento que no acabo de ser, que me estoy perdiendo, como agua en un
colador. Me genera confusión y hasta una especie de dolor sordo al sentir que no estoy siendo quien debo ser. ¿Pero quién debo ser?
No estoy atada a nada, a ninguna expectativa, y sin embargo aquí estoy. Hay un muro, tras otro muro, tras otro muro. Conozco mis matices por separado, pero no quién soy en
conjunto. ¿Tiene esto algo de sentido?
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