He visto amanecer, la montaña delante de casa con el pico rojo, como reflejando un incendio. Desde la terraza el aire se nota menos gélido, pero por la mañana sigue soplando con frialdad y colándose dentro de la ropa. Entro a casa para calentarme, y al cuarto de hora el pico inflamado ha dejado paso a la mañana azulada, brumosa. El desierto cubre las ventanas con una fina capa de polvo rojizo; restriego la arena entre los dedos y siento que es acariciar las dunas de otro continente.
Empiezo los días con té: verde de jazmín y vainilla, blanco con naranja, o si la noche ha sido complicada, negro trufado con un chorrito de leche. Las bufandas que usaba para salir a la calle son mi rebozo matinal, y siento mi alma antigua encontrarse en un sitio plácido. Abrazo la pausa del descanso impuesto. El cuerpo reniega y renuncia a seguir. Callo y acepto este impasse: no es derrota, es recarga.
La ficción es refugio y recarga, un bello oiasis de paz donde antes a penas podía imbuirme. Leo un libro sin perder interés (la última entrega de la tetralogía de Carlos Ruiz Zafón: El Laberinto de los Espíritus. Apuesto por clásicos y veo Psicosis (1960) y Vértigo (1958), de Hitchcock. En ciencia ficción me decanto por Tenet (2020) y Barrenderos Espaciales (2021). También veo (por fin), Las Horas (2002) y Lucky Grandma (2019). Recuerdos del Ayer (1991) es una de las joyas se me clavan con profundidad. También empiezo a jugar Control (2019), de Remedy.
Me doy cuenta de que no siempre protagonizo mis sueños (algo que yo creía era la norma: vivirlos en primera persona), que a veces soy el ente pasivo que actúa de cámara y se desliza de una escena a otra, generando distintos puntos de vista que dotan de más emoción a la historia. En una ocasión, soñé con una historia de amor dulce, de compañía entre dos personas que se amaban pero no tenían el mismo proyecto vital. Otra noche, me despido del pasado: acaricio paredes que ya no existen, miro un paisaje que se ha perdido tras una ventana olvidada; el adiós más profundo.
A veces el destino habla, y encuentro un impasse en el camino pensado o el empujón que necesitaba para apostar por mí de una vez por todas. Me debato sobre quién soy, a dónde quiero ir, qué camino debo seguir, qué deseo realmente, sin escuchar las voces que me dicen que no hay que abandonar lo empezado, o que es lo que se espera de mí, o que al renunciar pierdo esta carrera ilusoria en la que me encuentro luchando contra fantasmas. Qué hago gastando mi tiempo en solventar traspiés, llenar de parches el pasado, cuando podría optar por hacer crecer mi voz. Doy un paso atrás, que en realidad es hacia delante. El camino ignorado es, muchas veces el que conduce a donde nacen los latidos.
Pierdo la noción del tiempo cuando estoy entretenida: al leer, al jugar, al escribir. Todo antes era tedio y ahora se comienza a convertir, poco a poco, en el disfrute que marca el tono de los días. Lo que antes costaba, ahora pesa un poco menos, y me encuentro más liviana. Empiezo a integrar en mi día a día pequeñas cosas que me llenan: escribir veinte minutos, terminar algo que llevaba tiempo posponiendo, leer antes de dormir. A veces no hallo el tiempo, o no consigo vislumbrar la elección de crear ante las infinitas posibilidades del día, en otras ocasiones consigo rascar minutos antes de ducharme para, por ejemplo, escribir un poco y acabar el día con el alma un poquito más ligera.
Recupero una historia que escribí en 2013 para presentarla a un certamen literario. El primer concurso al que me presento, tanto para ver cómo se juzgan mis letras como para sentir que me muevo, que abro unas alas ateridas por el frío. Sólo haberme conseguido presentar sin tener una inercia que me conduzca a ella es una victoria en sí misma.
Me preguntan que cuando me sentí cómoda con vivir aquí, y no atino a responder. ¿En qué momento el pueblo en el que vivo se convierte en mi pueblo? ¿Y en qué momento la ciudad en que nací dejó de ser mi ciudad?
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