Leo mucho, a mujeres, esas voces que son como la mía: Canto jo i la muntanya balla, de Irene Solà; Desencajada, de Margaryta Yakovenko, Qué hacer cuando en la pantalla aparece THE END, de Paula Bonet. Descubro A Sun, de Chung Mong-Hong, también Nosotros y ellos de René Liu, y Puzzle de Marc Turtletaub.
El sol se pone a las 18:00, por las mañanas hace frío y saco las sudaderas del armario mientras tomo el hábito de usar la cafetera de metal en lugar de las cápsulas. El aire está enrarecido de un confinamiento próximo, pero mientras pueda sigo en casa y voy a bailar cada quince días, para que el movimiento se contagie a cada rincón de mi vida que, como la de todos, parece estar en una pausa neblinosa, confusa.
Soñé con una presencia en un lago, que mordía mi pie y con ello me transmitía un mal milenario, contagioso, una locura vírica. Soñé con cartas malditas, que al leerlas te obligaban a cometer cualquier acto nefasto que sus letras indicaran. Soñé con el trabajo, en diversas formas: pérdida, abandono, encuentro, mutación, otras realidades. En otro sueño hay un pueblo idílico pero agresivo (¿será el reflejo de leer Canto jo i la muntanya balla?), con una calle empinada que se aleja de la carretera, y cuyas casas se adentran en el bosque y se esconden, a ellas y a sus secretos y presencias. En otro sueño hay cataclismos y hospitales, yo no reconozco el sueño como tal, pero sí que no pertenezco, y pregunto al personaje principal (que no soy yo, porque yo no debería estar ahí) una y otra vez: "¿qué hago aquí?".
Hay días en los que me siento traslúcida, un poco más ahogada, como que la jornada me atraviesa sin dejar rastro más allá del calor sobre la piel. En días así añoro las ciudades grandes, poder salir de casa sin rumbo fijo y acabar en una librería o una cafetería que aún no conozca, mirar los horarios de algún museo y pasar la tarde entre esas paredes, abstraerme así de esta asfixia leve pero constante que siento. Sé que en el fondo el problema soy yo, que busco siempre más y más porque me cuesta conformarme conmigo misma, que es la única compañía y destino de la que no debería cansarme nunca. Ya me pasó: en mí hallé en estos meses lo que tanto buscaba, pero igualmente sigo sin darme por satisfecha, porque a veces las sombras son muy altas, muy anchas, muy densas, todo parece existir dentro de un vapor que lo hace todo más difícil, incluso solo existir.
En este mes tengo una intención vital interiorizada: no quiero vivir en el pasado. No recuerdo porqué surgió, aunque seguramente de haber mantenido sin paréntesis el hábito de escribir mis propias reflexiones podría hallar el punto de fuga, retroceder en mis pasos para decir: «he aquí, todo comenzó en este punto, es el origen».
Lo que sí escribo: "mi percepción existencial oscila entre un: "¿y si mañana me muero? Debería disfrutar del día", y un "¿y si tengo una vida larga? Debería seguir formándome y gastando mi tiempo libre en construir una vida en la que me sienta plena". Soy inquieta, y la desidia me inunda cuando no hay nada por hacer más allá de un disfrute lánguido que hace que el tiempo pase lento y rápido al mismo tiempo.
Reconozco cadenas autoimpuestas, ocultas bajo excusas de levedad cuando en realidad solo arrastran, arrastran al fondo. Yo decía: "es mi brújula, apunta al camino correcto", pero no hay certeza, ni ruta única, solo el trayecto propio que es único, intangible, y solo real cuando se empieza a andar por él. Me digo que ser paralelas en la vida no significa cercanía, solo dirección, mas no exclusiva a mí y a mi certeza vital. Decido cambiar de estrategia, que el afrontamiento continuo a esa cadena deje de ser la prueba constante a mí misma, y en lugar de ello dejar que caiga por su propio peso y con ello me libere. Ser mi propia creadora, con todos mis errores.
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