Pienso mucho, y en ese pensamiento ubico rápidamente el monólogo automático que reflexiona, diseña, argumenta, se contradice. Me sobrepasa la energía o carezco de tiempo y el vendaval se esfuma o, rápidamente, se une otro y devora al anterior. Me quedo con el polvo y la sombra: una vez se frena el ímpetu no queda nada, solo el contorno.
Hoy volví a estar en esa tesitura: ¿qué decir? ¿qué plasmar? ¿cómo expresar este torrente que consume desde dentro cuando se es una persona intensamente desmedida, que ve la reflexión en un grano de arena? La página en blanco me contempla desde hace semanas. Me dije: ¿y si hablo de eso? ¿de como es demasiado y ese demasiado me anula? Si ataco al lobo, ¿dejará de morder?
Recuerdo mucho a Sylvia Plath cuando hablaba del árbol de higos:
«Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies.»
En esa frase me hallé cuando leí La Campana de Cristal, y me sigo encontrando porque era tan certera, que se me quedó grabada a pesar de mi mala memoria. Cuando no consigo decidirme, vuelvo a esa imagen del árbol que pierde frutos por mi indecisión. No decidirse es también una elección.
Quiero hablar y escribir: de la vida, del arte, de los procesos, del bloqueo, de algo que he visto o leído, contar una anécdota de esa semana, reflexionar sobre la actualidad. Cualquier motivo es bueno para juntar letras y sacar un texto en el que suene mi voz, mi esencia. Todo tiene un trasfondo, todo es intensidad e, incluso, cuando no lo es, también merece sus palabras.
Podría hablar sobre un rayo de sol durante horas (repitiéndome una y otra vez, porque eso no lo voy a negar). Me saco de la manga un soliloquio sobre un capítulo de un libro porque me ha recordado a algo del pasado, y he reflexionado sobre ello, y he llegado a otra idea que no tiene nada que ver (esa es otra característica propia que no se me puede obviar). Ya habría escrito docenas de ensayos, poemas y novelas si no me boicoteara constantemente. Pero es así, ya sea por aprendizaje o por genética, hay un freno que llevo siempre puesto.
Estoy en ello, trabajando ese aspecto de mí no por los demás, sino porque afecta mi bienestar, mi salud mental. Cuando voy de nudo en nudo, me deshago en desánimo, me apago. Es un peso que mantiene el interruptor de la creación siempre hacia abajo, contra su propia inercia volátil.
Es como elegir una película un sábado por la noche: hay demasiadas alternativas, nuevos estrenos que se suman a la lista de pendientes, un ánimo que prefiere un género u otro, y la certeza de que solo puedes elegir una. Como los higos de Sylvia Plath, veo como las opciones no elegidas desaparecen, se vetan.
Qué catastrófica, lo sé, viene de esa intensidad tan extrema que ni una elección cotidiana es tan sencilla como debería ser.
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